Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así sucedió que, cuando iba a yacer con su cuñada, derramaba en tierra su semen, para no darle un hijo a su hermano.
Esto que hizo no complació a Yahvé, y también a él le quitó la vida.
(Génesis: 3: 8-10)
Como todos en esta vida, Onán tenía un destino, que en su caso era el de servir a
Según la Ley del Karma, tan extendida en Oriente, Onán no había aprendido la lección y debía repetir curso. Por eso, al cabo del tiempo, volvió a la tierra y habitó entre los mortales. Pero la lección, que llevaba recargo, como los impuestos que se pagan fuera de plazo, fue más dura. Le dijo Yahvé –o, mejor dicho, Dios, pues para entonces ya había dictado un nuevo testamento y en él se cambió el nombre-:
- Te encargo que formes tu familia propia, pero, además y sobre todo, tendrás la obligación de liderar la nueva tribu de Judá, tu padre, para que escale los lugares de dignidad, justicia y progreso que tengo destinados para ella.
Los dioses mantuvieron en Onán sus viejas cualidades intelectuales y pulieron de su carácter las asperezas de la frialdad, para que pudiera explotar en su nueva experiencia vital el don de la paternidad, propio del oficio de patriarca que le había sido encomendado. La responsabilidad era grande, aunque los mimbres que le fueron entregados también eran suficientes para hacer el cesto.
Pero había una asignatura pendiente, un verdadero hueso, que era preciso reestudiar, comprender y practicar. Se llamaba “Humildad y servicio público”. Aquí estaba la clave de bóveda: Mal aprendida esta asignatura, el edificio de la construcción social encargada se vendría abajo. Y al caprichoso hijo de Judá le costaba mucho concentrarse en ella. Al fin y al cabo, aquella vieja afición por los placeres de la sensualidad sin compromiso seguía formando parte de sus valores atávicos. Pero, ironías del destino, incluso antes de que su bello comenzase a pintar canas descubrió frustrado que ni con la propia, ni tampoco con la alemanita, obtenía la satisfacción que su hedonismo demandaba.
Principiaban tiempos de renuncia, de dejar atrás el pasado y dedicarse en cuerpo y alma a la práctica de aquellos valores escritos con tinta indeleble en los legajos de la gran asignatura pendiente. Y se convocaron elecciones. Dios no necesitaba ya tutelar los criterios de quienes estaban modelados a su imagen y semejanza:
- Que se valgan por sí mismos –pensó-, que ya es hora de que demuestren que llevan insuflado en sus venas un soplo divino.
Entonces Onán se ofreció a su pueblo para llevarlo a la tierra de promisión y la gente le creyó. Utilizó inteligencia e intuición para seducir al electorado, a quien había ofrecido justicia, libertad, igualdad, tolerancia, vivienda digna, trabajo y demás valores supremos que son del agrado de los dioses y de los pobres mortales. Y ganó el título de regidor, que es como se llamaba entonces a los patriarcas, pero la vieja asignatura de “Humildad y servicio público” seguía sin estar bien asimilada: Mientras sus Maestros impartían la lección, Onán perdía la concentración y se escapaba del aula levitando hasta la atmósfera cálida de sus noches de placer solitario.
Con su flamante título de Regidor electo, nuestro amigo empezó a sentir miedo de que sus súbditos, “perdón –se aprestó a rectificar a su pensamiento-, los ciudadanos libres que le habían elegido”, descubrieran su vieja afición de derramar en tierra el semen y optó por rodearse de colaboradores con destinos más primarios y capacidades intelectuales mas simples, para que halagaran sus actos y no cuestionaran sus decisiones. Y todos esos lugartenientes de su equipo, henchidos de satisfacción por tan alto honor, optaron por venerar al santón:
- Tú eres nuestro líder, nuestro caudillo, la estrella puesta por Dios para guiar a nuestro pueblo al paraíso del progreso y el bienestar.
Aquello sí que era el auténtico gozo, la kundaline, y cada vez que alguien succionaba sus oídos con estas consideraciones sentía que su cuerpo vibraba de placer desde la misma ingle hasta el último pelo de su coronilla. Y en las noches de insomnio pensaba: “Más, más…; sigue, sigue…; así, así…”, hasta que notaba la suave humedad de sus sábanas blancas y caía rendido por el sueño.
El libro sagrado cuyo estudio se le exigía decía que el patriarca estaba obligado a bajar de la silla del trono al salón de audiencias, de la carroza a la calle salpicada de barro por donde deambulaban los caminantes, de los castillos, los
- Nos alegramos de que seas nuestro jefe. Tú nos liberarás de las cadenas que durante tantas generaciones pasadas nos han atenazado. ¡Dios bendiga la semilla que plantes en esta ciudad para que fructifique con la abundancia de una primavera cálida y lluviosa!
Entonces Onán sentía que la serpiente del placer subía como un rayo de fuego a lo largo de todo su espina dorsal. Y por la noche soñaba y repetía: “Más, más…; así, así…; seguir, seguir…”
Y continuó bajando de la poltrona, mezclándose con los transeúntes y hasta visitando las chabolas, pero cada vez le costaba más esfuerzo de elocuencia arrancar aplausos y parabienes. A veces había algunos que, desde la irreverencia de quienes no saben agradecer a sus benefactores los desvelos que sufren procurando su bienestar, le citaban términos pecaminosos: “¡Vivienda digna!, ¡participación!, ¡trabajo!, ¡igualdad!, ¡limpieza!, ¡justicia!”. Eso hacía que, a punto de alcanzar el clímax en medio de un gran discurso, el noble regidor sintiera como se le arrugaban las carnes y se frustraba la satisfacción producida por otra buena sementera.
Como cada vez eran mayores los “discursus interruptus”, el patriarca optó por cumplir su mandato haciendo algo parecido a lo que se dice que hacía aquel rey al que apodaban Sol: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. “Este, al fin y al cabo, nunca entenderá la trascendencia de mi misión”, pensó.
Y llamó a los escribas para que elaboraran pregones bien adornados con los mejores adjetivos del lenguaje, y les dijo:
Una vez:
- Quiero que publiquéis en todas las plazas públicas de la villa que en este acto se firma un protocolo de colaboración con los enviados de la corte, aquí presentes, para que se levante en el centro del foro y sobre un gran pedestal, el monumento a nuestra insigne oveja merina, orgullo de nuestros pastores mesteños, productora de las mejores lanas para nuestros batanes y telares y símbolo, además, de la tolerancia de nuestro pueblo.
Y nuevamente sintió el placer de las cosas bien hechas, aunque no era nada comparado con la satisfacción de ver toda la ciudad empapelada con sus proclamas.
Otra vez:
- Decid a mi pueblo que pronto levantaremos el monumento a ese gran rumiante sagrado, porque hoy firmo un acuerdo marco mediante el que obtendremos la financiación necesaria para encargar el boceto a nuestro más preciado escultor.
Y comprobó que aquello seguía siendo igualmente gozoso y nuevamente se sintió realizado.
Y otra vez más:
- Estimados amigos de la pluma y los lápices de colores, ya queda menos para que nuestra gran plaza pública, el foro, sea la envidia de otras villas, pues muy pronto se verá adornada con el magnífico monumento a la oveja merina, que la ciudad necesita y el pueblo demanda. Id y pregonarlo, que todos mis amados hijos conozcan la maqueta que se muestra desde hoy en las casas consistoriales.
Como cada vez Onán se iba desviando más de su destino, volviendo a la vieja práctica de la autocomplacencia infructífera, Yahvé, el gran hacedor de la justicia divina, acabó por apartarle del poder y la gloria, obligándole nuevamente a repetir curso.
Y así fue como otra vez resucitó y habita entre nosotros. Ahora es Alcalde.
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